DCD: Relacionar los principales elementos del origen, desarrollo y consolidación del islam
y del cristianismo a partir de la comparación de sus tradiciones y herencias
culturales
TEMA: EL SACRO IMPERIO
GERMÁNICO Y LA EXPANSIÓN DEL CRISTIANISMO.
Sacro Imperio Romano
Germánico, entidad política de Europa occidental, cuya duración se prolongó
desde el 800 hasta 1806. Fue conocido en sus inicios como Imperio Occidental.
En el siglo XI se denominó Imperio romano y en el XII, Sacro Imperio. La
denominación de Sacro Imperio Romano Germánico fue adoptada en el siglo XIII.
Aunque sus fronteras se ampliaron de forma notable a lo largo de su historia,
los estados germanos fueron siempre su núcleo principal. Desde el siglo X, sus
gobernantes eran elegidos reyes de Germania y, por lo general, intentaban que
los papas les coronaran en Roma como emperadores, aunque no siempre lo
conseguían.
ANTECEDENTES
El Sacro Imperio Romano fue
en realidad un intento de revivir el Imperio romano de Occidente, cuya
estructura política y legal se hundió durante los siglos V y VI para ser
sustituida por reinos independientes gobernados por nobles germanos. El trono
imperial de Roma quedó vacante después de que Rómulo Augústulo fuera depuesto
en el 476. Durante los turbulentos inicios de la edad media, el concepto
tradicional de un reino temporal conviviendo con el reino espiritual de la
Iglesia fue alentado por el Papado. El Imperio bizantino, con capital en
Constantinopla (hoy Estambul, Turquía), que controlaba las provincias del
Imperio romano de Oriente, conservaba nominalmente la soberanía sobre los
territorios que anteriormente poseyó el Imperio de Occidente. Muchas de las
tribus germanas que habían conquistado estos territorios reconocieron formalmente
al emperador de Bizancio como su señor. Debido en parte a esta situación y
también a otras razones, entre las que se incluye la dependencia derivada de la
protección bizantina contra los lombardos, los papas reconocieron durante un
largo tiempo la autoridad del Imperio de Oriente después de la abdicación
forzosa de Rómulo Augústulo.
TENSIONES
Tras la fusión de las
tribus germanas, causa de la creación de una serie de estados cristianos
independientes en los siglos VI y VII, la autoridad política de los emperadores
bizantinos prácticamente desapareció en Occidente. Al mismo tiempo, se dejaron
sentir las consecuencias religiosas de la división de la Iglesia occidental, de
modo particular durante el pontificado (590-604) de Gregorio I. A la vez que el
prestigio político del Imperio bizantino declinaba, el Papado se mostró cada
vez más resentido por la injerencia de las autoridades civiles y eclesiásticas
de Constantinopla en los asuntos y actividades de la Iglesia occidental. La
consecuente enemistad entre las dos ramas de la Iglesia alcanzó su punto
crítico durante el reinado (717-741) del emperador bizantino León III el
Isaurio, quien intentó abolir el uso de imágenes en las ceremonias cristianas.
La resistencia del Papado al decreto de León culminó en la ruptura con
Constantinopla (730-732). El Papado alimentó entonces el sueño de resucitar el
Imperio de Occidente. Algunos papas estudiaron la posibilidad de embarcarse en
el proyecto y asumir el liderazgo de ese futuro Estado. Sin fuerza militar
alguna ni administración de hecho, y en una situación de gran peligro por la
hostilidad de los lombardos en Italia, la jerarquía eclesiástica abandonó la
idea de un reino temporal unido al reino espiritual y se decidió a otorgar la
titulación imperial a la potencia política dominante en la Europa occidental
del momento: el reino de los francos. Algunos de los gobernantes francos habían
probado ya su fidelidad a la Iglesia; Carlomagno, que ascendió al trono franco
en el 768, había demostrado una gran cualificación para tan elevado cargo,
especialmente por la conquista de Lombardía en el 773 y por la ampliación de
sus dominios hasta alcanzar proporciones imperiales.
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4.
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EL IMPERIO DE OCCIDENTE
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El 25 de diciembre del año
800, el papa León III coronó a Carlomagno como emperador. Este acto originó un precedente
y creó una estructura política que estaba destinada a jugar un papel decisivo
en los asuntos de Europa central. Así mismo estableció la pretensión papal de
elegir, coronar e incluso deponer a los emperadores, derecho que hizo valer, al
menos en teoría, durante casi 700 años. En su fase inicial, el resucitado
Imperio de Occidente se mantuvo como entidad política efectiva menos de 25 años
tras la muerte de Carlomagno, ocurrida en el año 814. El reinado de su hijo y
sucesor, Luis I, estuvo marcado por una contienda fratricida, de carácter
feudal, que culminó en el 843 con la partición del Imperio.
A pesar de las disputas
internas del recién creado Imperio de Occidente, los papas mantuvieron la
organización y el título imperiales, principalmente con la dinastía Carolingia,
durante casi todo el siglo IX. Sin embargo, los emperadores ejercieron escasa autoridad
más allá de las fronteras de sus dominios. Tras el reinado de Berengario I
(915-924), asimismo nombrado rey de Italia o gobernante de Lombardía y que fue
coronado por el papa Juan X, el trono imperial quedó vacante durante casi
cuatro décadas. El reino franco de Oriente también conocido como reino germano
(alemán), gobernado de forma inteligente por Enrique I y su hijo Otón I,
apareció como el Estado más poderoso en Europa durante esta época. Además de
ser un soberano ambicioso y capaz, Otón I fue un ferviente partidario de la
Iglesia católica, como queda revelado por los nombramientos que hizo de
clérigos para altos cargos, por sus actividades misioneras al este del río
Elba, y finalmente por sus campañas militares, a requerimiento del papa Juan XII,
contra el rey de Italia Berengario II. En el año 962, como reconocimiento a los
servicios prestados por Otón, el papa Juan XII le recompensó con el título y la
corona imperiales.
5.
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LA UNIÓN DE LOS ESTADOS
GERMANOS
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El Imperio de Occidente fue
en sus inicios una unión inestable de Germania y el norte de Italia; luego
permaneció, durante más de 800 años, como una laxa unión de estados germanos.
En su fase italogermana, el Imperio jugó un importante papel en los asuntos
políticos y religiosos de Europa central. Un trascendental hecho de este
periodo fue la pugna entre los papas (especialmente Gregorio VII) y los
emperadores (principalmente Enrique IV) por el control de la Iglesia (véase Querella
de las Investiduras). Por el Concordato de Worms (1122), un acuerdo entre el
emperador Enrique V y el papa Calixto II, el primero renunciaba al derecho de
la investidura espiritual o nombramiento de obispos. Todos los emperadores eran
reyes de Germania y puesto que las obligaciones y ambiciones imperiales
requerían inevitablemente toda su atención, los intereses locales de Germania
eran relegados a un segundo plano. Como resultado, Germania, que podía haber
sido transformada en un Estado fuertemente centralizado, degeneró en una
multiplicidad de pequeños estados dominados por gobiernos aristocráticos. El
acuerdo de Worms eliminó una fuente de fricción entre Iglesia y Estado, pero la
lucha por la influencia política continuó durante todo el siglo XII. En 1157,
Federico I, llamado Federico Barbarroja, uno de los más grandes emperadores,
empleó por vez primera el término Sacro Imperio de forma ostensible, para
enfatizar la santidad de la corona. Federico, en un intento de restaurar y
perpetuar el antiguo Imperio romano, quiso suprimir la levantisca nobleza
germana y el autogobierno de las ciudades italianas. Sus intervenciones en
estas últimas fueron rechazadas por la Liga Lombarda y debilitaron seriamente
su relación con el Papado. El papa Adriano IV declaró que Federico poseía el
Imperio en calidad de feudo papal, pero el emperador, que conservaba el apoyo
de los obispos germanos, mantuvo que su dignidad imperial procedía sólo de
Dios. Después de casi dos décadas de guerra intermitente en Italia, Federico
fue derrotado en Legnano (1176) por las ciudades que formaban la Liga Lombarda,
que de este modo lograron su independencia de la autoridad imperial. El
emperador Enrique VI, que reclamó el trono de Sicilia por su matrimonio,
invadió dos veces el territorio, y en la segunda ocasión (1194) conquistó la
isla. Federico II renovó en el siglo XIII los esfuerzos del Imperio para
dominar las ciudades italianas y al Papado, pero no tuvo éxito.
El Sacro Imperio Romano
tuvo escasa importancia real en los asuntos políticos de Europa y en las
cuestiones religiosas después del Gran Interregno (1254-1273). La muerte de
Federico II en 1250 dejó vacante el trono imperial y dos candidatos rivales
intentaron obtener apoyos para sus pretensiones. El hijo de Federico, Conrado
IV, y Guillermo de Holanda se disputaron en un primer momento el trono imperial.
Las discordias de los interregnos condujeron a una restauración del poder
imperial a través del sistema electivo, definitivamente consagrado tras la
doble elección de 1257 (Alfonso X de Castilla, hasta 1284, y Ricardo, conde de
Cornualles, hasta 1272). Ricardo de Cornualles, desde Inglaterra, fue incapaz
de poner bajo su control el Imperio. De hecho, esto significó la victoria del
Papado en su larga contienda con el Imperio. Desde 1273, varios reyes germanos
reclamaron el título imperial, siendo Rodolfo I, miembro de la dinastía de los
Habsburgo, el primero en hacerlo. En diversas ocasiones esas pretensiones
fueron reconocidas por los papas. Sin embargo, el título no era más que un
cargo honorífico; teniendo en cuenta que el Imperio estaba formado por una confederación
poco compacta de estados y principados soberanos, la autoridad imperial sólo
era nominal. Luis IV, que asumió el título en 1314, desafió con éxito el poder
del Papado y restauró, por breve tiempo, el prestigio del Imperio. En 1356
Carlos IV promulgó la Bula de Oro, que fijaba la forma y procedimiento de la
elección imperial y realzó la importancia de los electores. En el reinado de
Carlos V, el Imperio abarcó un territorio tan extenso como el de Carlomagno;
pero fueron los principios dinásticos y no los eclesiásticos los que
constituyeron el principal elemento de cohesión de la estructura imperial que
estableció este emperador. El concepto medieval de un Estado terrenal
coexistiendo en armonía con el reino espiritual de la Iglesia, sobrevivió sólo
como teoría. Pero cuando la Reforma protestante tomó la iniciativa, incluso la
teoría perdió prácticamente su significado. La unidad del Imperio quedó
debilitada en 1555, cuando por la Paz de Augsburgo se permitió a cada ciudad
libre y a cada estado de Alemania la elección entre el luteranismo o el
catolicismo. Por la Paz de Westfalia (1648), que puso fin a la guerra de los
Treinta Años, el Imperio perdió lo que le quedaba de soberanía sobre los
estados que lo formaban, y Francia se convirtió en la primera potencia de
Europa. El Sacro Imperio Romano, en su etapa final, sirvió principalmente como
instrumento para las pretensiones imperiales de los Habsburgo, pero todavía
desempeñó ciertas funciones, principalmente dirigidas al mantenimiento de una
cierta unidad entre los distintos estados que lo componían. Los últimos
emperadores, todos ellos gobernantes de Austria, preocupados principalmente por
agrandar sus dominios particulares, fueron meras figuras decorativas. Una fútil
intervención militar contra la Francia revolucionaria constituyó la última
acción importante del Imperio en asuntos políticos europeos. Como consecuencia
de su bien fundado temor a que Napoleón I de Francia intentara apoderarse del
título imperial, Francisco II, el último emperador, disolvió formalmente el
Imperio el 6 de agosto de 1806 y estableció el Imperio Austriaco. El Sacro
Imperio Romano Germánico equivale en la historiografía alemana al I Reich; el
segundo Imperio Alemán (1871-1918) es también conocido como el II Reich; en
tanto que el Imperio nazi constituiría el III Reich (1934-1945).
Más fuentes
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Bibliografía
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Casa de Habsburgo
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Sacro Imperio Romano
Germánico
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CRISTIANISMO
1
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INTRODUCCIÓN
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Cristianismo,
religión monoteísta basada en las enseñanzas de Jesucristo según se recogen en
los Evangelios, que ha marcado profundamente la cultura occidental y es
actualmente la más extendida del mundo. Está ampliamente presente en todos los
continentes del globo y la profesan más de 1.700 millones de personas.
El
cristianismo, en muchos sentidos y como cualquier otro sistema de creencias y
de valores, se comprende sólo desde “el interior” entre aquellos que comparten
la creencia y se esfuerzan por vivir de acuerdo con esos valores. Cualquier
descripción de la religión que ignorara estas concepciones internas, no sería
fiel en el orden histórico. Sin embargo, un aspecto que los que profesan esta
fe no reconocen por regla general es que semejante sistema de creencias y de
valores también puede ser descrito de una forma que tenga sentido para un
observador interesado, aunque no comparta, o no pueda compartir, su punto de
vista.
2
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DOCTRINA Y
PRÁCTICA
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Una comunidad,
un modo de vida, un sistema de creencias, una observancia litúrgica, una
tradición; el cristianismo es todo eso y más. Cada uno de estos aspectos del
cristianismo tiene afinidades con otras creencias, aunque cada una de éstas
también muestra señas particulares, consecuencia de su origen y evolución.
Teniendo en cuenta esto, es una ayuda, y de hecho se hace inevitable, estudiar
las ideas e instituciones del cristianismo de forma comparativa,
relacionándolas con las afinidades que tienen con otras religiones. Sin
embargo, resulta asimismo importante el estudio de los rasgos distintivos que
son exclusivos del cristianismo.
2.1
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Principales
enseñanzas
|
Un fenómeno tan
complejo y vital como el cristianismo resulta más fácil describirlo desde una
perspectiva histórica que definirlo de una forma lógica, aunque esta
descripción histórica incluya concepciones interiorizadas por los creyentes y
que son también características esenciales de la religión. Uno de los elementos
esenciales lo constituye el protagonismo de la figura de Jesucristo. Ese
protagonismo es, de uno u otro modo, el rasgo distintivo de todas las variantes
históricas de la creencia y práctica del cristianismo. Los cristianos no han
logrado llegar a un acuerdo sobre la comprensión ni sobre la definición de qué es
lo que hace que Cristo sea tan característico y único. Desde luego, todos
coinciden en que su vida y su ejemplo deberían ser seguidos y que sus
enseñanzas referentes al amor y a la fraternidad deberían sentar las bases de
todas las relaciones humanas. Gran parte de sus enseñanzas encuentran su
equivalencia en la predicación de los rabinos, después de todo Jesús era uno de
ellos, o en las enseñanzas de Sócrates y de Confucio. En las enseñanzas del
cristianismo, Jesús no puede ser menos que el supremo predicador y ejemplo de
vida moral, pero, para la mayoría de los cristianos, eso, por sí mismo, no hace
justicia al significado de su vida y obra.
Todas las
referencias históricas que se tienen de Jesús se encuentran en los Evangelios,
parte del Nuevo Testamento englobada en la Biblia. Otros libros del Nuevo
Testamento resumen las creencias de la Iglesia cristiana primitiva. Tanto san
Pablo como otros autores de las Sagradas Escrituras creían que Jesús fue el
revelador no sólo de la vida humana en su máxima perfección, sino también de la
realidad divina en sí misma. Véase también Cristología.
El misterio
fundamental del Universo, llamado de muchas formas en las distintas religiones,
en palabras de Jesús se llamaba “Padre”, y por eso los cristianos llaman a
Jesús, “Hijo de Dios”. En todo caso, tanto en su lenguaje como en su vida,
existía una profunda intimidad con Dios y un anhelo por acceder a Él, así como
la promesa de que, a través de todo lo que Jesús fue e hizo, sus seguidores
podrían participar en la vida del Padre en el cielo y podrían hacerse hijos de
Dios. La crucifixión y resurrección de Jesucristo, a la que los primeros
cristianos se refieren cuando hablan de Él como de aquel que reconcilió a la
humanidad con Dios, hicieron de la cruz el principal centro de atención de la
fe y devoción cristianas, y el símbolo más importante del amor salvador de Dios
Padre.
En el Nuevo
Testamento, y por lo tanto en la doctrina cristiana, este amor es el atributo
más importante de Dios. Los cristianos enseñan que Dios es omnipotente en su
dominio sobre todo lo que está en la tierra y en el cielo, recto a la hora de
juzgar lo bueno y lo malo, se encuentra más allá del tiempo, del espacio y del
cambio, pero sobre todo enseñan que “Dios es amor”. La creación del mundo a
partir de la nada así como de la especie humana fueron expresiones de ese amor,
como también lo fue la venida de Jesús a la Tierra. La manifestación clásica de
esta confianza en el amor de Dios viene dada por las palabras de Jesús en el
llamado Sermón de la Montaña: “Mirad cómo las aves del cielo no siembran, ni
siegan, ni encierran en graneros y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No
valéis vosotros más que ellas?” (Mat. 6,26). Los primeros cristianos descubrían
en estas palabras una demostración de la privilegiada posición que tienen los
hombres y las mujeres por ser hijos de un padre celestial como Él, y del lugar
aún más especial que ocupa Cristo. Esa posición de excepción llevó a que las
primeras generaciones de creyentes le otorgaran la misma categoría que al
Padre, y a que más tarde utilizaran la expresión “el Espíritu Santo, a quien el
Padre envió en el nombre de Cristo”, como parte de la fórmula que se utiliza en
la administración del bautismo y en los diversos credos de los primeros siglos.
Después de numerosas controversias y reflexiones, aquella expresión se
transformó en la doctrina de Dios como Santísima Trinidad. Véase también Espíritu
Santo.
Desde un
principio, el camino para iniciarse en el cristianismo ha sido el bautismo “en
el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” o a veces, más simplemente,
“en el nombre de Cristo”. En un comienzo, parece ser que el bautismo le era
administrado sobre todo a los adultos, después de haber hecho manifiesta su fe
y de haber prometido corregir sus vidas. La práctica del bautismo se generalizó
más al extenderse también a los niños. Otro rito que es aceptado por todos los
cristianos es el de la eucaristía o cena del Señor, en la que se comparten pan
y vino, expresando y reconociendo así la realidad de la presencia de Cristo,
tal como se conmemora en la comunión de unos con otros en la misa. La forma que
fue adquiriendo la eucaristía a medida que evolucionó fue la de una cuidada
ceremonia de consagración y de adoración, a partir de textos eucarísticos
escritos sobre todo en los primeros siglos del cristianismo. La eucaristía
también se ha transformado en uno de los principales motivos de conflicto entre
las distintas iglesias cristianas, pues no todas están de acuerdo con la
presencia de Cristo en el pan y en el vino consagrados y con el efecto que
produce esta presencia en los que lo reciben. Véase también Liturgia;
Misa; Partes musicales de la misa.
La comunidad
cristiana misma, es decir, la Iglesia, es otro componente fundamental dentro de
la fe y las prácticas del cristianismo. Algunos estudiosos cuestionan el hecho
de que se pretenda asumir que Jesús intentó fundar una iglesia (la palabra
iglesia se menciona sólo dos veces en los Evangelios), pero sus seguidores
siempre estuvieron convencidos de que su promesa de estar con ellos “siempre,
hasta el fin de los días” se hizo realidad mediante su “cuerpo místico en la
tierra”, es decir, la santa Iglesia católica (universal). La relación que
mantiene esta santa Iglesia universal con las distintas organizaciones eclesiásticas
que existen por toda la cristiandad es la causa de las principales divisiones
entre ellas. El catolicismo ha tendido a equiparar su propia estructura
institucional con la Iglesia universal, mientras que algunos grupos
protestantes extremistas han estado prontos a reclamar que ellos, y sólo ellos,
representan la verdadera Iglesia visible. Sin embargo, cada vez un mayor número
de cristianos de todos los sectores han comenzado a reconocer que no existe un
único grupo que tenga el derecho de apropiarse el concepto de Iglesia, y han
empezado más bien a trabajar para lograr la unión de todos los cristianos. Véase
Movimiento ecuménico; Protestantismo; Iglesia católica apostólica romana.
2.2
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Culto
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Cualquiera que
sea su organización institucional, la comunidad de fe dentro de la Iglesia es
la primera condición para proceder al culto cristiano. Todos los cristianos de
las distintas tradiciones han subrayado el papel trascendente de la devoción y
de la oración individual, tal y como lo indicó Jesús. Pero él también instituyó
una oración universal, el Padrenuestro, cuyas primeras palabras subrayan la
naturaleza y el sentido de comunidad que tiene el culto: “Padre Nuestro que
estás en el cielo”. A partir del Nuevo Testamento, se estableció que el día que
toda la comunidad cristiana destinaría a la adoración sería “el primer día de
la semana”, el domingo, en conmemoración de la resurrección de Cristo. Lo mismo
que el shabat judío, el domingo se destina al descanso. También es el día en
que los creyentes se reúnen para oír la lectura y la predicación de la palabra
de Dios recogida en la Biblia, para participar en los sacramentos y para rezar,
alabar al Señor y darle gracias. Las necesidades del culto en comunidad han
motivado la creación de miles de himnos, coros y cantos, así como de música
instrumental, en especial para órgano. Desde el siglo IV, las comunidades
cristianas han edificado construcciones especiales destinadas al culto, un
hecho decisivo en la historia de la arquitectura y del arte en general. Véase
Basílica; Iglesia (arquitectura); Arte y arquitectura paleocristianas;
Himno; Oración.
2.3
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Vida
cristiana
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El mandato y la
exhortación de la predicación y las enseñanzas cristianas abarcan todos los
temas referentes a la doctrina y a la moral. Los dos mandamientos más
importantes del mensaje ético de Jesús (Mt. 22,34-40) son el amor a Dios y el
amor al prójimo. La aplicación de estos mandamientos a situaciones concretas de
la vida, ya sea en el orden personal o en el social, no genera uniformidad en
el comportamiento moral ni en el social. Por ejemplo, hay cristianos que
consideran pecaminosas las bebidas alcohólicas, pero los hay que no opinan
igual. Existen cristianos que adoptan diferentes posturas sobre temas de actualidad,
ya sea desde puntos de vista de extrema derecha, de extrema izquierda o de
centro. A pesar de ello, es posible hablar de un modo de vida cristiano, aquel
que participa de la llamada al servicio y a convertirse en discípulo de Cristo.
El valor inherente a cada persona creada a la imagen de Dios, la santidad de la
vida humana, así como el matrimonio y la familia, el esfuerzo por alcanzar la
justicia, aunque sea en un mundo caído en la desgracia, son compromisos morales
dinámicos que los cristianos deberían aceptar; sin embargo, sus conductas
pueden no conseguir las metas que imponen estas normas. Ya desde las páginas
del Nuevo Testamento se hace patente que siempre ha sido difícil la tarea de
desarrollar las implicaciones o el alcance que puede tener una ética del amor,
bajo las condiciones de la existencia cotidiana, y que en realidad nunca ha
existido una ‘época dorada’ en la que haya sucedido lo contrario.
2.4
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Escatología
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Sin embargo,
dentro de la doctrina cristiana late la idea de esta época de oro, representada
en la esperanza cristiana de una vida eterna. Jesús se refirió a esta esperanza
con tanta insistencia que muchos de sus seguidores estaban a la espera del fin
del mundo de un modo declarado y abierto, pues con ese fin sus vidas
alcanzarían el reino de la eternidad. Desde el siglo I, esta expectación creó
una actitud de flujo y reflujo, alcanzando a veces niveles de gran intensidad,
y otras veces de una aparente aceptación del mundo en sus formas más crueles. Los
credos de la Iglesia se refieren a esta esperanza usando el lenguaje de la
resurrección, de una nueva vida, participando de la gloria de Cristo
resucitado. Teniendo estos símbolos en cuenta, el cristianismo debería
considerarse como una religión espiritual, y en ocasiones se ha limitado
exclusivamente a cumplir este papel. Pero, a través de la historia de la
Iglesia, la esperanza cristiana también ha servido para motivar el desarrollo
de una vida terrenal más conforme a los deseos de Dios según fue revelado por
Cristo. Véase también Catecismo; Escatología; Segunda venida.
3
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HISTORIA
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Casi toda la
información de la que se dispone sobre la vida de Jesús y los orígenes del
cristianismo, proviene de aquellos que proclamaban ser sus discípulos.
Considerando que escribieron más para convencer a los creyentes que para
satisfacer la curiosidad histórica, esta información consta por lo común de más
preguntas que respuestas, y nunca se ha podido armonizar dentro de un coherente
y satisfactorio orden cronológico. Dada la naturaleza de las fuentes, es
imposible, excepto de un modo especulativo, distinguir entre las enseñanzas
originales de Jesús y el desarrollo que tuvo este magisterio dentro de las
primeras comunidades cristianas.
Lo que sí se
sabe es que tanto la persona como el mensaje de Jesús de Nazaret, desde épocas
muy tempranas, logró tener seguidores que creían en él como en un nuevo
profeta. Sus palabras y hechos se interpretan a la luz del milagro de su
resurrección. Los primeros cristianos concluyeron que lo que Él había
demostrado ser, a través de su resurrección, ya lo debía haber sido antes,
cuando caminaba entre los habitantes de Palestina e incluso antes de haber
nacido del vientre de María de acuerdo con su condición divina y, por tanto,
eterna. Se inspiraron en el lenguaje de las Sagradas Escrituras (la Biblia
hebrea, que los cristianos llamaron Antiguo Testamento) para componer un relato
de la realidad “siempre antigua, siempre nueva”, que habían aprendido a conocer
como apóstoles de Jesucristo. Creyendo que era deseo y mandato de Jesús el que
se unieran y formaran una nueva comunidad de lo que aún quedaba rescatable del
pueblo de Israel, estos judíos cristianos formaron la primera Iglesia en
Jerusalén. Consideraban que ése era el lugar más apropiado para recibir lo
prometido: el don del Espíritu Santo y de una innovación espiritual.
3.1
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Los comienzos
de la Iglesia
|
Jerusalén era
el núcleo del movimiento cristiano; al menos lo fue hasta su destrucción a
manos de los ejércitos de Roma en el 70 d.C. Desde este centro, el cristianismo
se desplazó a otras ciudades y pueblos de Palestina, e incluso más lejos. En un
principio, la mayoría de las personas que se unían a la nueva fe eran seguidores
del judaísmo, para quienes sus doctrinas representaban algo nuevo, no en el
sentido de algo novedoso por completo y distinto, sino en el sentido de ser la
continuación y realización de lo que Dios había prometido a Abraham, Isaac y
Jacob. Por lo tanto, ya en un principio, el cristianismo manifestó una relación
dual con la fe judía: una relación de continuidad y al mismo tiempo de
realización, de antítesis, y también de afirmación. La conversión forzada de
los judíos durante la edad media y la historia del antisemitismo (a pesar de
que los dirigentes de la Iglesia condenaban ambas actitudes) constituyen una
prueba de que la antítesis podía ensombrecer con facilidad a la afirmación. Sin
embargo, la ruptura con el judaísmo nunca ha sido total, sobre todo porque la
Biblia cristiana incluye muchos elementos del judaísmo. Esto ha logrado que los
cristianos no olviden que aquel al que adoran como Señor era judío y que el
Nuevo Testamento no surgió de la nada, sino que es una continuación del Antiguo
Testamento.
Una importante
causa del alejamiento del cristianismo de sus raíces judías fue el cambio en la
composición de la Iglesia, que tuvo lugar más o menos a fines del siglo II (es
difícil precisar cómo se produjo y en qué periodo de una forma concreta). En un
momento dado, los cristianos con un pasado no judío comenzaron a superar en
número a los judíos cristianos. En este sentido, el trabajo del apóstol Pablo
tuvo una poderosa influencia. Pablo era judío de nacimiento y estuvo
relacionado de una forma muy profunda con el destino del judaísmo, pero, a
causa de su conversión, se sintió el “instrumento elegido” para difundir la
palabra de Cristo a los gentiles, es decir, a todos aquellos que no tenían un
pasado judío. Fue él quien, en sus epístolas a varias de las primeras
congregaciones cristianas, formuló muchas de las ideas y creó la terminología
que más tarde constituirían el eje de la fe cristiana; merece el título de
primer teólogo cristiano. Muchos teólogos posteriores basaron sus conceptos y
sistemas en sus cartas, que ahora están recopiladas y codificadas en el Nuevo
Testamento. Véase también San Pablo.
De las
epístolas ya consideradas y de otras fuentes que provienen de los dos primeros
siglos de nuestra era, es posible obtener información sobre la organización de
las primeras congregaciones. Las epístolas que Pablo habría enviado a Timoteo y
a Tito (a pesar de que muchos estudiosos actuales no se arriesgan a afirmar que
el autor de esas cartas haya sido Pablo), muestran los comienzos de una
organización basada en el traspaso metódico del mando de la primera generación
de apóstoles, entre los que se incluye a Pablo, a sus continuadores, los
obispos. Dado el frecuente uso de términos tales como obispo, presbítero y
diácono en los documentos, se hace imposible la identificación de una política
única y uniforme. Hacia el siglo III se hizo general el acuerdo respecto a la
autoridad de los obispos como continuadores de la labor de los apóstoles. Sin
embargo, este acuerdo era generalizado sólo en los casos en que sus vidas y
comportamientos asumían las enseñanzas de los apóstoles, tal como estaba
estipulado en el Nuevo Testamento y en los principios doctrinales que
fundamentaban las diferentes comunidades cristianas.
3.2
|
Concilios y
credos
|
Se hizo
necesario aclarar las cuestiones doctrinales cuando surgieron interpretaciones
del mensaje de Cristo que vendrían a considerarse erróneas. Las desviaciones
más importantes o herejías tenían que ver con la persona de Cristo. Algunos
teólogos buscaban proteger su santidad, negando su naturaleza humana, mientras
otros buscaban proteger la fe monoteísta, haciendo de Cristo una figura divina
de rango inferior a Dios, el Padre.
En respuesta a
estas dos tendencias, en los credos comenzó, en época muy temprana, un proceso
para especificar la condición divina de Cristo, en relación con la divinidad
del Padre. Las formulaciones definitivas de estas relaciones se establecieron
durante los siglos IV y V, en una serie de concilios oficiales de la Iglesia;
dos de los más destacados fueron el de Nicea en el 325, y el de Calcedonia en
el 451, en los que se acuñaron las doctrinas de la Santísima Trinidad y de la
doble naturaleza de Cristo, en la forma aún aceptada por la mayoría de los
cristianos (véase Concilio de Calcedonia; Credo de Nicea). Para que
pudieran exponerse estos principios, el cristianismo tuvo que refinar su
pensamiento y su lenguaje, proceso en el que se fue creando una teología
filosófica, tanto en latín como en griego. Durante más de mil años, éste fue el
sistema de pensamiento con más influencia en Europa. El principal artífice de
la teología en Occidente fue san Agustín de Hipona, cuya producción de textos
literarios, dentro de los que se incluyen los textos clásicos Confesiones
y La ciudad de Dios, hizo más que cualquier otro grupo de escritos,
exceptuando los autores de la Biblia, para dar forma a este sistema.
3.3
|
Persecución
|
Sin embargo, el
cristianismo tuvo primero que asentar su relación con el orden político. Dentro
del Imperio romano, y como secta judía, la Iglesia cristiana primitiva
compartió la misma categoría que tenía el judaísmo, pero antes de la muerte del
emperador Nerón en el 68 ya se le consideraba rival de la religión imperial
romana. Las causas de esta hostilidad hacia los cristianos no eran siempre las
mismas y, por lo general, la oposición y las persecuciones tenían causas muy
concretas. Sin embargo, la lealtad que los cristianos mostraban hacia su Señor
Jesús, era irreconciliable con la veneración que existía hacia el emperador
como deidad, y los emperadores como Trajano y Marco Aurelio, que estaban
comprometidos de manera más profunda con mantener la unidad ideológica del
Imperio, veían en los cristianos una amenaza para sus propósitos; fueron ellos
quienes decidieron poner fin a la amenaza. Al igual que en la historia de otras
religiones, en especial la del islam, la oposición a la nueva religión creaba
el efecto inverso al que se pretendía y, como señaló el epigrama de Tertuliano,
miembro de la Iglesia del norte de África, “la sangre de los mártires se
transformará en la semilla de cristianos”. A comienzos del siglo IV el mundo
cristiano había crecido tanto en número y en fuerza, que para Roma era preciso
tomar una decisión: erradicarlo o aceptarlo. El emperador Diocleciano trató de
eliminar el cristianismo, pero fracasó; el emperador Constantino I el Grande
optó por contemporizar, y acabó creando un imperio cristiano.
3.4
|
La aceptación
oficial
|
La conversión
del emperador Constantino situó al cristianismo en una posición privilegiada
dentro del Imperio; se hizo más fácil ser cristiano que no serlo. Como
resultado, los cristianos comenzaron a sentir que se estaba rebajando el grado
de exigencia y sinceridad de la conducta cristiana y que el único modo de
cumplir con los imperativos morales de Cristo era huir del mundo (y de la
Iglesia que estaba en el mundo), y ejercer una profesión de disciplina
cristiana como monje. Desde sus comienzos en el desierto egipcio, con el
eremitorio de san Antonio, el monaquismo cristiano se propagó durante los
siglos IV y V por muchas zonas del Imperio romano. Los monjes cristianos se
entregaron al rezo y a la observación de una vida ascética, pero no sólo en la
parte griega o latina del Imperio romano, sino incluso más allá de sus
fronteras orientales, en el interior de Asia. Durante el inicio de la edad
media, estos monjes se transformaron en la fuerza más poderosa del proceso de
cristianización de los no creyentes, de la renovación del culto y de la oración
y, a pesar del antiintelectualismo que en reiteradas ocasiones trató de hacer
valer sus derechos entre ellos, del campo de la teología y la erudición. Véase
también Órdenes y comunidades religiosas.
3.5
|
El
cristianismo en Oriente
|
Uno de los
actos del emperador Constantino que tuvo más repercusión dentro del mundo
cristiano, fue su decisión, en el año 330, de trasladar la capital del Imperio
desde Roma hasta una “Nueva Roma”, la ciudad de Bizancio, en el punto más
oriental del mar Mediterráneo. La nueva capital, Constantinopla (actual
Estambul), así llamada en honor del emperador, se transformó también en el
centro intelectual y religioso del mundo cristiano de Oriente. Mientras que el
mundo cristiano de Occidente se fue centralizando de forma progresiva: una
pirámide cuya cima la constituía el papa de Roma (véase Papado), los
principales centros del mundo oriental, Constantinopla, Jerusalén, Antioquía y
Alejandría, se desarrollaron de forma autónoma. El emperador de Constantinopla
tenía una posición muy destacada en la vida de la Iglesia. Por ejemplo, él era
quien convocaba y presidía los concilios generales de la Iglesia, órganos
supremos de la legislación eclesiástica con respecto a la fe y a los códigos
morales. Esta relación especial que surgió entre la Iglesia y el Estado se
denominó, con una simplificación excesiva, cesaropapismo. Fomentó una cultura
cristiana (como lo atestigua la gran basílica de Santa Sofía en Constantinopla,
erigida por el emperador Justiniano I), que unió y sintetizó elementos
cristianos y de la antigüedad clásica.
El problema
radicaba en que esta simbiosis podía significar que la Iglesia se subordinara a
la autoridad del Estado. La crisis del siglo VIII respecto a la legitimidad del
uso de imágenes en las iglesias cristianas significó también un choque entre la
Iglesia y el poder imperial. El emperador León III el Isaurio las prohibió,
precipitando así un conflicto en el que los monjes de Oriente se convirtieron
en los principales defensores de los iconos. Más adelante, se restauró el culto
a los iconos, lo que supuso una medida de independencia para la Iglesia
respecto al Estado (véase Iconoclasia). Durante los siglos VII y VIII,
tres de los cuatro centros orientales cayeron bajo la influencia expansiva del
islam; el único núcleo que quedó sin conquistar fue Constantinopla, que fue
sitiada en repetidas ocasiones, hasta que cayó en manos de los turcos en 1453.
Sin embargo, la lucha con los musulmanes no era tan sólo de carácter militar.
Tanto los cristianos de Oriente como los seguidores del profeta Mahoma trataban
de aumentar su mutua influencia en aspectos de índole intelectual, filosófica,
científica e incluso teológica.
El conflicto
con respecto a la adoración de las imágenes resultó ser tan grave porque
amenazaba un rasgo fundamental de la Iglesia de Oriente: su liturgia. El
cristianismo de Oriente era, y sigue siendo, una forma de culto a partir del
cual surge una forma de vivir y de pensar. La palabra griega ortodoxia
(junto con su sinónimo, en esloveno, pravoslavie) se refiere a la manera
correcta de alabar a Dios, lo cual resulta indisociable del modo correcto de
proclamar la verdadera doctrina de Dios y de vivir de acuerdo con su voluntad.
Este énfasis aportó a la liturgia y a la teología de Oriente una categoría que
los observadores occidentales, incluso durante la edad media, caracterizarían
como mística, categoría que se intensificó por la fuerte influencia que ejercía
el neoplatonismo sobre la filosofía bizantina. A pesar de que el monaquismo de
Oriente, por lo general, se mostraba hostil ante estas corrientes filosóficas
de pensamiento, se llevaba a la práctica una vida de devoción bajo la
influencia de los escritos de los padres de la Iglesia y de teólogos, como san
Basilio, que habían asumido un cristianismo helenístico del que partían muchas
de esas ideas filosóficas.
Todos los
rasgos distintivos del cristianismo de Oriente, como la ausencia de una
autoridad eclesiástica central, la estrecha relación con el Imperio, la
tradición litúrgica y mística, el uso continuado de la lengua y de otros
elementos de la cultura griega, así como su aislamiento a causa de la expansión
musulmana, contribuyeron a su alejamiento de Occidente, lo que por último desembocó
en el cisma entre las iglesias occidental y oriental. De modo general, los
historiadores fechan el Gran Cisma a partir de 1054, cuando Roma y
Constantinopla se excomulgaron mutuamente, aunque también se puede decir que la
fecha fue 1204, cuando ejércitos procedentes de Occidente, de camino para
arrebatar la Tierra Santa del dominio otomano (véase Cruzadas), atacaron
y arrasaron la ciudad cristiana de Constantinopla. Cualquiera que sea la fecha,
la ruptura entre el cristianismo oriental y el occidental se ha mantenido hasta
hoy, a pesar de los repetidos esfuerzos por lograr la reconciliación.
Uno de los
puntos de conflicto entre Constantinopla y Roma, a comienzos del siglo IX, fue
el relativo a la evangelización de los eslavos. Pese a que muchas tribus eslavas,
como los polacos, moravos, checos, eslovacos, croatas y eslovenos terminaron
envueltas en la órbita de la Iglesia de Occidente, la gran mayoría de la
población eslava se convirtió al cristianismo de acuerdo a las normativas de la
Iglesia oriental (bizantina). Desde su temprana fundación en Kíev, la ortodoxia
eslava impregnó Rusia, donde los rasgos distintivos del cristianismo de
Oriente, ya descritos, enraizaron con mucha fuerza. La autoridad autocrática
del zar moscovita imitó algunas de las atribuciones del cesaropapismo
bizantino; el monaquismo ruso se dejó influir por el ascetismo y la devoción
cultivada en los monasterios griegos del monte Athos. El énfasis en la
autonomía cultural y étnica hizo evidente, desde muy temprano, que el
cristianismo eslavo tenía su propio lenguaje litúrgico (conocido aún como
antigua Iglesia eslava). Por otra parte, esta Iglesia fue incorporando los
estilos artísticos y arquitectónicos importados de los centros ortodoxos de las
zonas de habla griega. En la Iglesia de Oriente también había algunos grupos
eslavos de los Balcanes (serbios, montenegrinos, bosnios, macedonios y
búlgaros), albaneses, descendientes de los antiguos ilirios, y rumanos, un
pueblo de lengua romance. A lo largo de los siglos de dominio turco en los
Balcanes, algunas de las poblaciones cristianas locales fueron forzadas a
convertirse al islam, como en el caso de algunos bosnios, búlgaros y albaneses.
Véase también Imperio bizantino; Iglesia de Oriente;
Iglesias de rito oriental; Iglesia ortodoxa.
3.6
|
El
cristianismo en Occidente
|
A pesar de que
el cristianismo de Oriente era en muchos sentidos el heredero directo de la
Iglesia primitiva, una parte del desarrollo más dinámico se dio en la zona
occidental del Imperio romano. De las muchas razones que hubo para ese
desarrollo, merecen mención especial dos causas relacionadas de una forma
directa: el crecimiento del poder del Papado y la migración de los pueblos
germanos. Cuando se trasladó la capital del Imperio a Constantinopla, la fuerza
más poderosa que quedó en Roma fue la de los obispos. La antigua ciudad,
capital de la Iglesia de Occidente, desde la que se podía seguir la huella de
la fe cristiana a partir de la obra de los apóstoles Pablo y Pedro, en
reiteradas ocasiones actuó como árbitro de la ortodoxia mientras otros centros,
incluida Constantinopla, caían en la herejía o en los cismas. Roma sostenía
esta posición cuando las sucesivas oleadas de tribus, en lo que fue llamado el
periodo de las invasiones bárbaras, asolaron Europa. La conversión de los
invasores al cristianismo, como en el caso del rey de los francos, Clodoveo I,
significó al mismo tiempo su incorporación a una institución presidida por el
obispo de Roma. A medida que fue decayendo el poder de Constantinopla sobre las
provincias del oeste, se fueron creando reinos germánicos autónomos, hasta que
en el 800 nació un nuevo imperio soberano en Occidente, cuando el papa León III
coronó emperador a Carlomagno. Véase Sacro Imperio Romano Germánico.
Por lo tanto,
el cristianismo occidental durante la edad media, al contrario de su réplica
oriental, era una entidad única, o por lo menos eso trataba de ser. Cuando
alguno de los pueblos se convertía al cristianismo adoptaba como lengua oficial
el latín, proceso en el que, por lo común (como fue el caso de los francos y
los visigodos en la península Ibérica), perdían incluso su propia lengua. Así
fue como el lenguaje de la antigua Roma se transformó en la lengua litúrgica,
literaria y cultural de Europa occidental. Si bien los arzobispos, los obispos
y los abades ejercían gran poder sobre sus regiones, estaban subordinados a la
autoridad del papa, a pesar de que con bastante frecuencia éste era incapaz de
satisfacer sus peticiones. Durante los primeros siglos de la edad media, en
Europa occidental hubo largas controversias teológicas, aunque nunca llegaron a
las enormes proporciones que alcanzaron en Europa oriental. La teología
occidental no pudo, al menos hasta después del siglo XI, alcanzar los extremos
de complejidad filosófica de Oriente. La sombra de san Agustín continuó
dominando durante mucho tiempo la teología latina, y había dificultades para
acceder a los textos de las meditaciones doctrinales de los antiguos pensadores
cristianos.
La imagen de
cooperación que existía entre Iglesia y Estado, simbolizada por la coronación
de Carlomagno por el Papa, no debe interpretarse como que no hubo problemas
entre ellos durante la edad media. Muy al contrario, con frecuencia surgían
conflictos con respecto a sus respectivas esferas de autoridad. El desacuerdo
más común era el referente al derecho del soberano a nombrar obispos en sus
dominios (investidura laica), problema que llevó al papa Gregorio VII y al
emperador Enrique IV a un callejón sin salida en 1075. El Papa excomulgó al
Emperador y éste se negó a reconocer la autoridad papal. Estuvieron un tiempo
reconciliados cuando el mismo Enrique se sometió en Canosa a la penitencia que
le impuso el pontífice en 1077, pero la tensión continuó. Poco tiempo después,
se estaba discutiendo un asunto muy parecido con respecto a la excomunión del
rey Juan Sin Tierra, de Inglaterra, dictada por el papa Inocencio III en 1209,
controversia que terminó cuatro años más tarde, cuando el Rey aceptó los
dictámenes del Papa. La causa de estas disputas estaba en la compleja
implicación de la Iglesia en la sociedad feudal. Los obispos y abades
administraban grandes extensiones de terrenos y otros bienes, constituyendo así
una gran fuerza económica y política, sobre la que el rey tenía que ejercer un
cierto control si quería hacer valer su autoridad sobre la nobleza secular que
estaba bajo su potestad. Por otro lado, el Papado no podía permitir que la
Iglesia del país se transformara en el títere de un régimen político. Véase Querella
de las Investiduras.
A pesar de lo
referido, sí existió cooperación entre la Iglesia y el Estado cuando, durante
las Cruzadas, cerraron filas contra el enemigo común. La conquista musulmana de
Jerusalén significó que los Santos Lugares vinculados a la vida de Jesús
quedaron bajo el control de un poder no cristiano, aunque se debe reconocer que
las noticias que llegaban referentes a las molestias que sufrían los peregrinos
a manos de los musulmanes eran sumamente exageradas. El hecho es que en el
exaltado ambiente medieval del cristianismo fue intensificándose la certeza de
que era deseo de Dios organizar un ejército cristiano para liberar Tierra
Santa. Al emprender la primera Cruzada en 1095, las tropas cristianas lograron
formar un reino latino y un patriarcado en Jerusalén, aunque un siglo más tarde
la ciudad volvió a caer bajo dominio musulmán; en el plazo de 200 años ya había
sucumbido hasta el último reducto cristiano. En este sentido, las Cruzadas
fueron un fracaso, o incluso, como ocurrió en el curso de la cuarta Cruzada
(1202-1204), un verdadero desastre. No sirvieron para restaurar el cristianismo
de forma permanente en Tierra Santa, ni tampoco para unificar Occidente, ni en
el plano eclesiástico ni en el orden político. Al contrario, aumentaron los
rencores entre los cristianos orientales y occidentales, ahondando más en sus
diferencias.
No obstante, la
Iglesia medieval sí logró un triunfo muy importante durante este periodo, que
fue el desarrollo de la filosofía y la teología escolásticas. Partiendo siempre
del sustrato doctrinal de las enseñanzas expuestas por san Agustín, los
teólogos latinos volcaron su interés en la relación entre el conocimiento de
Dios alcanzable por la razón humana por sí misma, y el conocimiento que se
adquiere a través de la revelación. Se adoptó el lema de san Anselmo: “Creo en
aquello que puedo entender”, y se buscó una prueba concluyente para demostrar
la existencia de Dios basada en la estructura misma del pensamiento humano (el
argumento ontológico). En esa época, Pedro Abelardo estudió las contradicciones
que existían entre las distintas tendencias de la tradición doctrinal de la
Iglesia, con la idea de desarrollar métodos para lograr armonizarlas. Esos dos
cometidos dominaron el pensamiento de los siglos XII y XIII, hasta que la
recuperación de las obras perdidas de Aristóteles hizo posible el acceso a un
conjunto de definiciones y de matices que pudieron ser aplicados en ambos
casos. La teología filosófica de san Agustín buscó hacer justicia al
conocimiento natural de Dios, a la vez que exaltaba las enseñanzas reveladas en
los Evangelios, y entrelazó las partes dispersas de la tradición formando una
sola unidad. San Agustín, junto con sus contemporáneos, san Buenaventura y
santo Tomás de Aquino, representaba el ideal intelectual del cristianismo
medieval. Véase también Escolasticismo.
Sin embargo,
coincidiendo con la muerte de santo Tomás de Aquino, aparecieron nubes que
amenazaron tormenta en la Iglesia de Occidente. En 1309, el Papado se trasladó
de Roma a Aviñón, donde se mantuvo hasta 1377 en la denominada cautividad de
Babilonia de la Iglesia. A estos acontecimientos siguió el Gran Cisma de
Occidente, durante el cual hubo dos, y a veces hasta tres, aspirantes al solio
pontificio. Este litigio no se resolvió hasta 1417, cuando se volvió a unir el
Papado, aunque jamás logró recuperar el férreo control ni la autoridad
anteriores.
3.7
|
La Reforma y
la Contrarreforma
|
Hubo
reformadores de distintas tendencias, como por ejemplo John Wycliffe, Jan Hus y
Girolamo Savonarola, que denunciaron públicamente el relajamiento moral y la
corrupción económica que existían dentro de la Iglesia “en sus miembros y en
sus mentes”; buscaban provocar un giro radical de la situación. Al mismo
tiempo, se estaban produciendo profundos cambios de tipo social y político,
producto del despertar de la conciencia nacional y de la fuerza e importancia
cada vez mayores que iban adquiriendo las ciudades, en las que surgió con gran
poder una nueva clase social sostenida por el comercio. La Reforma protestante
podría ser considerada producto de la convergencia de dichas fuerzas: un
movimiento para introducir cambios dentro de la Iglesia, el ascenso del
nacionalismo y el avance del “espíritu del capitalismo”.
El reformador
Martín Lutero fue la figura catalizadora que aceleró el nuevo movimiento. Su
lucha personal por buscar la certeza religiosa lo condujo, en contra de sus
deseos, a cuestionar el sistema medieval de salvación, e incluso la propia
autoridad de la Iglesia; su excomunión por el papa León X fue un paso adelante
hacia la irreversible división del mundo cristiano en Occidente. El proceso
tampoco se limitó a la Alemania de Lutero. Hubo movimientos reformistas en
Suiza, que pronto encontraron el apoyo y liderato de Ulrico Zuinglio y en
especial de Juan Calvino, cuya obra Institutio christianae religionis se
transformó en el más influyente compendio de la nueva teología. La Reforma
inglesa, desencadenada por los problemas personales del rey Enrique VIII,
evidenció la fuerte influencia que tenían los reformadores en Inglaterra. La
Reforma en Inglaterra tomó su propia vía, manteniendo algunos elementos
procedentes de la religión católica, como el episcopado histórico, con otros
rasgos protestantes, como el reconocimiento de la exclusiva autoridad de la
Biblia. El pensamiento de Calvino ayudó en Francia al avance de los hugonotes,
grupo que era rechazado con violencia tanto por la Iglesia como por el Estado,
aunque al final logró ser reconocido por el Edicto de Nantes en 1598 (revocado
en 1685). Los grupos reformadores más radicales, entre los que destacaban los
anabaptistas, se pusieron en contra tanto de otros grupos protestantes como de
Roma, rechazando prácticas tan antiguas como el bautismo infantil e incluso
dogmas como el de la Santísima Trinidad; también estaban en contra de la
alianza entre Iglesia y Estado. Véase también Calvinismo; Luteranismo;
Presbiterianismo.
La confluencia
de la Reforma religiosa con el creciente nacionalismo ayudó a determinar su
éxito allí donde logró contar con el respaldo de los nuevos estados nacionales.
Como consecuencia de estos lazos, la Reforma ayudó a fomentar las lenguas
vernáculas, en especial a través de traducciones de la Biblia, que
contribuyeron a modelar el lenguaje y el espíritu nacional de los pueblos.
También otorgó un nuevo impulso a las predicaciones bíblicas y al culto en
lengua vernácula, en la que se compusieron himnos nuevos. Dada la importancia
que se concedió a que todos los creyentes participaran en el culto y en las
oraciones, la Reforma desarrolló sistemas para enseñar y difundir la doctrina y
la ética, presentados en forma de catecismos.
La Reforma
protestante no fue suficiente para agotar el espíritu renovador que existía
dentro de la Iglesia católica. Como respuesta al desafío protestante, y en
función de sus propias necesidades, la Iglesia convocó el Concilio de Trento,
que se prolongó desde 1545 hasta 1563, año en que se logró dar una formulación
definitiva a las doctrinas que se debatían, y asimismo instituir reformas
legislativas prácticas respecto a la liturgia, la administración de la Iglesia
y la enseñanza de la fe. La responsabilidad de llevar a cabo las decisiones
tomadas en el Concilio recayó sobre todo en la Compañía de Jesús, fundada por
san Ignacio de Loyola. Considerando que estos cambios religiosos coincidieron
con el descubrimiento del Nuevo Mundo, el hecho fue contemplado como una
oportunidad providencial para evangelizar a quienes jamás habían oído el
anuncio evangélico. El hecho de que el Concilio de Trento no tomara en
consideración ninguna de las propuestas de los reformistas y reafirmara las de
la Iglesia católica tuvo el efecto de hacer de la división de la Iglesia algo
permanente.
Nuevas
divisiones continuaron surgiendo en las iglesias. En un plano histórico, es
probable que las más destacadas fueran las de la Iglesia de Inglaterra. Los
puritanos se oponían a los “remanentes del papismo” que existían aún en la vida
litúrgica e institucional del anglicanismo, y presionaron para lograr su
eliminación total. Dada la unión anglicana entre la Corona y la Iglesia, este
problema adquirió, a medida que se fue desarrollando, consecuencias políticas
violentas, que culminaron con el estallido de la Guerra Civil inglesa y la
ejecución del rey Carlos I en 1649. El puritanismo encontró su más completa
expresión en Estados Unidos, tanto en el aspecto político como en el teológico.
Los pietistas de las Iglesias calvinistas y luteranas de Europa permanecían
como un grupo dentro de la organización, en vez de formar una Iglesia
independiente. Pero en Estados Unidos el pietismo representó los puntos de
vista y las perspectivas de futuro de muchos de los grupos llegados de Europa.
El pietismo europeo también tuvo eco en Inglaterra, gracias a las doctrinas de
John Wesley, fundador del movimiento metodista.
Véase también Contrarreforma.
3.8
|
El periodo
moderno
|
Ya durante el
siglo XVI, cuando se produjo la Reforma, e incluso de forma más marcada durante
los siglos XVII y XVIII, se hizo notorio que el cristianismo estaba obligado a
definirse ante el auge de la ciencia y la filosofía modernas. Este problema se
hizo presente en todas las Iglesias, aunque de distinto modo. El hecho de que
Galileo hubiera sido condenado por la Inquisición, acusado de herejía, encontró
más tarde su equivalente en las controversias protestantes acerca de las
consecuencias de la teoría de la evolución en el relato bíblico de la creación.
El cristianismo, por lo general, también actuaba a la defensiva frente a otros
movimientos modernos. El método crítico histórico que se empleaba para estudiar
la Biblia, y que había comenzado a utilizarse en el siglo XVII, parecía estar
amenazando la autoridad de las Escrituras, por lo que se condenó el
racionalismo del Siglo de las Luces por considerarse una fuente de indiferencia
religiosa y de anticlericalismo (véase Ciencia bíblica). Considerando la
importancia que se concedía a la capacidad del hombre para determinar el
destino de la humanidad, incluso la democracia podía ser condenada por la
Iglesia. El incremento de la secularización de la sociedad hizo que la Iglesia
perdiera el control de muchos aspectos de la vida cotidiana, como por ejemplo
la enseñanza.
A resultas de
esta situación, el cristianismo tuvo que redefinir su relación con el orden
civil. La tolerancia religiosa para con los grupos religiosos minoritarios, y
luego la gradual separación entre la Iglesia y el Estado, representaron una
ruptura con el sistema que, entre multitud de altibajos, había prevalecido
desde la conversión de Constantino, y constituyó, según la opinión de los
estudiosos, el cambio de mayor alcance en la historia moderna del cristianismo.
Llevada a una conclusión lógica, a muchos les pareció que implicaba tanto la
reconsideración de cómo los distintos grupos y sus tradiciones que se hacían
llamar cristianos estaban interrelacionados, como una revisión de la forma en
que, tomados en conjunto, se hallaban vinculados a otras tradiciones
religiosas. El estudio de la trascendencia de estos dos conflictos ha
desempeñado un papel muy importante durante los siglos XIX y XX. Véase Iglesia
y Estado.
El movimiento
ecuménico ha sido la organización que con más empeño ha intentado unir, o al
menos llevar a un acuerdo más estrecho, a grupos cristianos que han estado
distanciados durante largos periodos. En el Concilio Vaticano II, la Iglesia
católica dio importantes pasos en favor de lograr una reconciliación tanto con
la Iglesia de Oriente como con los protestantes. Asimismo, durante este
concilio se reconoció por primera vez en un foro oficial lo positivo que era el
genuino poder espiritual presente en otras religiones del mundo. El vínculo
existente entre el cristianismo y el judaísmo representa un caso especial.
Después de muchos siglos de hostilidad e incluso de persecuciones, ambas
confesiones han hecho un esfuerzo por llegar a un entendimiento común,
acercamiento que no se producía desde el siglo I. Véase Concilio
Vaticano II.
La reacción que
han tenido las iglesias ante su incorporación a un mundo más moderno y
cambiante, también ha producido el hecho sin precedentes que supone el
incremento en el interés por los asuntos teológicos. Los teólogos protestantes
Jonathan Edwards y Friedrich Schleiermacher y los pensadores católicos Blaise
Pascal y John Henry Newman tomaron en sus manos la misión de reorientar las
tradicionales apologías de la fe, basándose en experiencias religiosas propias,
como una forma de hacer válida la realidad de Dios. En el siglo XIX fue cuando
se realizaron más investigaciones históricas acerca del desarrollo de las ideas
e instituciones cristianas. Este estudio subrayó que no había una modalidad en
particular de doctrina o estructura eclesiástica que pudiera afirmar ser
absoluta y última. Estos estudios también sirvieron a otros teólogos para
reinterpretar el mensaje de Cristo. A pesar de que la investigación literaria
de los textos bíblicos era contemplada con mucho recelo por los más
conservadores, sirvió para obtener nuevos datos sobre cómo se habían compuesto
y reunido las distintas partes de la Biblia. El estudio de la liturgia, junto
con el reconocimiento de que las formas antiguas no siempre tenían sentido en
la era moderna, estimuló la reforma del culto.
La relación
ambivalente que existe entre la fe cristiana y la cultura moderna, que se hace
notoria en todas estas tendencias, se reconoce también en el papel que ha
representado el cristianismo en la historia social y política. Encontramos a
los cristianos divididos en las discusiones que tuvieron lugar a lo largo del
siglo XIX a raíz del tema de la esclavitud, y las distintas tendencias
utilizaron argumentos procedentes de la Biblia. El surgimiento de ideologías
que propiciaron diversas revoluciones políticas y sociales en los siglos XIX y
XX tuvo su repercusión entre los grupos cristianos, generalmente tachados de
reaccionarios, en especial bajo los regímenes de inspiración marxista del siglo
XX. No obstante, también surgieron tendencias que buscaban conciliar el
cristianismo con los cambios sociales, y en algunos casos la fe revolucionaria
ha surgido de fuentes cristianas. Mohandas Karamchand Gandhi sostenía que
actuaba en el espíritu de Jesucristo, y Martin Luther King fundamentó sus
enseñanzas y su programa político en el Sermón de la Montaña. Igualmente, han
sido personalidades cristianas las encargadas de denunciar las enormes
desigualdades existentes en determinadas zonas del Tercer Mundo, costándoles la
vida en varias ocasiones, como fue el caso de monseñor Romero en El Salvador.
Durante los
últimos 25 años del siglo XX, los movimientos misioneros de la Iglesia llevaron
la fe cristiana por todo el mundo. La adaptación de las costumbres nativas
plantea problemas teológicos y de tradición, como, por ejemplo, conseguir que
las tribus africanas polígamas adopten una vida familiar cristiana.
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